miércoles, diciembre 06, 2006

El derecho a disponer de nuestra propia vida (II)


En un mundo en el que se hacen descubrimientos nuevos todos los días no es extraño encontrar que la lista de enfermedades que puede sufrir un ser humano crece con igual rapidez. Es por esto que hombres y mujeres encuentran en la medicina una de las profesiones más altruistas y honrosas para ejercer. Además, son muy pocas las personas que no tienen una atención médica garantizada. Por estas razones se puede argumentar que los médicos son necesarios para conservar una sociedad sana.

Cuando los médicos terminan sus estudios, hacen un juramento que se llama el juramento hipocrático. Parece ser que es un juramento muy antiguo que resume las obligaciones y los derechos de los médicos desde que salen a ejercer su profesión. El juramento tiene pasajes sobre la enseñanza de la medicina, la virtud de los maestros, la solidaridad con los que vendrán, la relación de privacidad y respeto con los pacientes. Además de todo lo anterior, hay un párrafo crucial que hace pensar que la ética médica está basada en enseñanzas morales tradicionales que definen la vida como el más sagrado de los bienes humanos:

Haré uso del régimen dietético para ayuda del enfermo, según mi capacidad y recto entender: del daño y la injusticia le preservaré. No daré a nadie, aunque me lo pida, ningún fármaco letal ni haré semejante sugerencia. Igualmente tampoco proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo. En pureza y santidad mantendré mi vida y mi arte.[1]

En este fragmento se pueden observar tres frases que tienen implicaciones bastante relevantes en las posturas que los médicos deben asumir frente a la vida: primero que ellos tienen el poder y la capacidad de discernimiento para decidir cuáles son las mejores opciones de vida de los enfermos; segundo, bajo ninguna circunstancia entregarán drogas mortales; y por último, deben estar alejados de la culpa en la muerte de sus pacientes a toda costa.

Debido a las implicaciones del juramento, los médicos consideran que la muerte es el enemigo que ellos deben vencer. Cuando un médico pierde un paciente se siente vencido por la muerte; el desconcierto ante la pérdida no está tanto en el hecho de que un ser humano haya muerto, sino en el hecho de que el enemigo ha triunfado y no hubo nada que lo pudiera evitar. Para saber qué es lo que debe evitar o por lo menos retrasar un médico, es necesario conocer la definición de muerte manejada. Según el libro Annals of Internal Medicine (Anales de Medicina Interna), la definición clásica de la muerte sería “el cese permanente de flujo en los fluidos corporales vitales”[2]. Consultando con un médico, encontré que más que todo la definición se refiere a la sangre, dado que la interrupción permanente de ésta provoca la suspensión de toda función corporal necesaria para conservar la vida, como la respiración, por ejemplo.

Los médicos tienen a su disposición muchos equipos de avanzada tecnología que permiten luchar para que esto no ocurra. Luchar contra la muerte, en su definición clásica, es lo que la mayoría de los médicos hacían hasta hace por lo menos seis décadas. Sin embargo, a partir de finales del siglo XX, muchos pacientes que no cumplían con la definición clásica se encontraban muertos ellos mismos o incluso por la legislación de algunos países: “Su corazón latía, la sangre circulaba por el cuerpo, no estaba rígida y al tacto estaba caliente. Pero, según la jurisprudencia alemana, estaba muerta”[3]. Era hora de reconsiderar dicha definición.

En la película Whose Life is it Anyway? (Al fin y al cabo es mi vida), un escultor tiene un desafortunado accidente automovilístico que lo deja cuadrapléjico dada una lesión irreversible en la médula espinal. El protagonista, Ken Harrison, empieza a recibir tratamientos destinados a mitigar su dolor, pero nada más. Esta situación hace que él empiece a pedir la desconexión de los aparatos que lo mantienen vivo y la suspensión de la diálisis que necesita a diario, dado que el riñón ya no puede filtrar la sangre. La respuesta del médico es un no rotundo, pero Harrison empieza una lucha por su derecho a morir. El argumento del doctor era el siguiente: el paciente estaba en plenas condiciones mentales y podía sobrevivir hasta que muriera por otra causa. Sin embargo, se encontraba en un estado de depresión clínica que no le permitía ser conciente de dicha decisión. Por otro lado, Harrison se encontraba inútil en su condición de vida porque lo único que sabía hacer en la vida y a lo que le había encontrado gusto era a la escultura, labor que ya no podía desempeñar, por lo tanto, si una persona encuentra que no es feliz y no lo podrá ser por el resto de su vida, tiene el derecho a dejar de vivir.

En esta película, que data de 1981, la definición de muerte cambia: al principio era la clásica y al final se entiende que si una persona que está mentalmente capacitada se encuentra inútil a sí misma, no hay razones para impedirle llevar a cobo su deseo a morir. Esta última definición implica grandes cambios en el campo de la ética médica.

En primer lugar, los médicos deben reconocer que a pesar de los avances tecnológicos que se hagan, existen circunstancias en las que la medicina no puede impedir otra cosa que no sea el cese de flujos vitales. Hay personas a las que no se les puede devolver su movilidad corporal, otros están en coma por años e incluso hay quienes sufren dolores insoportables y que rechazan tratamientos como la morfina dado que eso implicaría una disminución en su lucidez mental y física. Si se tiene en cuenta lo anterior y se le agrega el hecho de que algunos consideran que ya están muertos en esas condiciones, el único motivo por el que se debería conservar la vida, sería por un juramento obsoleto ante las nuevas concepciones de la muerte. El hecho de mantener a una persona en coma por quince años, como a la estadounidense Terri Schiavo, parece muy egoísta por parte de quienes concentraban sus esfuerzos en ello: están afectando en gran parte la dignidad y la autonomía de la persona: parece únicamente, desde un punto de vista práctico, un esfuerzo por vencer a la muerte en esa definición clásica.

Hasta este punto se ha analizado el cambio de la definición de la muerte, el porqué de esto y sus principales implicaciones. Para efectos de comprobar la validez del argumento que permite disponer de la muerte propia, es necesario analizar la postura que se tiene frente a la vida.
[1] Ver Mannietl, J.A. Ética Médica, introducción histórica, p. 23

[2] Ver Bernat J. L. y otros autores. “On the definiton and criterion of the death, pp. 389-394
[3] Ver Singer, Peter. Repensar la vida y la muerte, p. 33

lunes, agosto 01, 2005

El derecho a disponer de nuestra propia vida (I)



"Hace tiempo no río como hace tiempo, y eso que yo reía como un jilguero; tengo cierta memoria que me lastima […] sobreviviendo, sobreviviendo. Ya no quiero ser sólo un sobreviviente, quiero elegir el día para mi muerte".
Víctor Heredia, Sobreviviendo.

Dicen La Biblia y los códigos éticos más tradicionales que la vida es sagrada y que atentar contra ella es un delito. Sin embargo, la necesidad imperiosa de conservarla no está presente en cualquier circunstancia, es decir, hay casos en los que realmente un ser humano preferiría morir a vivir. En su gran mayoría, las condiciones que generan dicha idea están basadas en el hecho de encontrar la vida propia cómo inútil: los individuos que sienten el deseo de morir se sienten incapacitados de manera física o sentimental.

Como producto de estas consideraciones, aparecen personas que toman venenos, se lanzan desde grandes alturas, se ahogan en los ríos o se disparan a sí mismos para aliviar el dolor que les produce la vida. También hay pacientes parapléjicos que piden a sus médicos la muerte asistida, o personas con dolores muy fuertes cuya única solución es el tratamiento permanente de morfina o similares que piden ser desconectados dado que no quieren vivir de esa única manera que pueden hacerlo.

Con unos valores éticos que se quedan obsoletos a la hora de dar solución a estos problemas, y una proliferación de enfermedades incurables o sentimientos tortuosos, vale la pena preguntarse: ¿Existe el derecho a disponer de nuestra propia muerte?

El rol creador del escritor



Leyendo una parte del discurso de agradecimiento por el Nobel de Literatura ofrecido por Albert Camus en Estocolmo en 1957, hay un postulado tácito a través del mismo: todo escritor es un artista.

Camus profundizó en lo que muchos no lo habían hecho. La mayoría de veces pensamos que los escritores son simples inventores que nos ofrecen visiones del mundo a través de palabras rigurosamente escogidas para causar un efecto intencional en el lector. Por otro lado, la condición de artista no se limita a inventar: trasciende esta etapa y alcanza la sublime tarea de crear; con sus manos, con su mente, con su cuerpo, con su sentimiento y con su dolor. Los escritores como Camus caben perfectamente en esa definición. Y muchos otros también. El escritor también trasciende la invención; su tarea consiste en crear personajes, situaciones, ambientes, en fin, una incontable cantidad de ítems de los que puede o no disponer para, ahora sí, causar un efecto intencional en el lector.

Entonces viene a nosotros la teoría del iceberg del escritor estadounidense Ernest Hemingway. Según los estudiosos en la materia, el inmenso sólido que se observa de un iceberg en la superficie marítima es sólo la novena parte del cuerpo total del mismo. Según Hemingway, una narración se puede ver de la misma manera; el trabajo realizado por el autor excede los límites del trabajo final y, por pequeña que sea la historia, esconde más de lo que muestra en sus líneas.

Un ejemplo de escritor que lleva a cabalidad ese principio es el de John Tolkien. Cada uno de sus tres mágicos tomos de El señor de los anillos es todo un mundo enfocado en una historia particular que va impregnada de la filosofía creadora del autor. Es cierto que, en ciertas ocasiones, dicha filosofía sólo se devela al lector en varias obras del mismo autor. Pero entonces hay que recordar que no interesa tanto la filosofía del mismo; más bien su creación, que, si está bien concebida, se sostiene por sí misma.

Hemingway y Tolkien se complementan en esa teoría -no hay que olvidar El viejo y el mar, por ejemplo-: en sus novelas muestran solo una parte de todo lo que se ha concebido, o mejor, conciben más del que muestran en sus novelas; en segundo lugar, en cuanto más de lo concebido muestren -bien mostrado- mucho mejor. Sino pregúntele a Frodo y sus seguidores.

La condición artística del escritor queda clara. Por medio de sus obras enseñan al público universos, culturas, lenguajes y hasta geografía, entre otros, que jamás habrían sido pensadas de no ser por ellos. Todo esto demuestra un enunciado imperativo de la condición humana: la excitación se filtra en las mentes humanas al conocer diversas culturas, reales o no, que entre más complejas o fantásticas, mucho mejor.