lunes, agosto 01, 2005

El derecho a disponer de nuestra propia vida (I)



"Hace tiempo no río como hace tiempo, y eso que yo reía como un jilguero; tengo cierta memoria que me lastima […] sobreviviendo, sobreviviendo. Ya no quiero ser sólo un sobreviviente, quiero elegir el día para mi muerte".
Víctor Heredia, Sobreviviendo.

Dicen La Biblia y los códigos éticos más tradicionales que la vida es sagrada y que atentar contra ella es un delito. Sin embargo, la necesidad imperiosa de conservarla no está presente en cualquier circunstancia, es decir, hay casos en los que realmente un ser humano preferiría morir a vivir. En su gran mayoría, las condiciones que generan dicha idea están basadas en el hecho de encontrar la vida propia cómo inútil: los individuos que sienten el deseo de morir se sienten incapacitados de manera física o sentimental.

Como producto de estas consideraciones, aparecen personas que toman venenos, se lanzan desde grandes alturas, se ahogan en los ríos o se disparan a sí mismos para aliviar el dolor que les produce la vida. También hay pacientes parapléjicos que piden a sus médicos la muerte asistida, o personas con dolores muy fuertes cuya única solución es el tratamiento permanente de morfina o similares que piden ser desconectados dado que no quieren vivir de esa única manera que pueden hacerlo.

Con unos valores éticos que se quedan obsoletos a la hora de dar solución a estos problemas, y una proliferación de enfermedades incurables o sentimientos tortuosos, vale la pena preguntarse: ¿Existe el derecho a disponer de nuestra propia muerte?

El rol creador del escritor



Leyendo una parte del discurso de agradecimiento por el Nobel de Literatura ofrecido por Albert Camus en Estocolmo en 1957, hay un postulado tácito a través del mismo: todo escritor es un artista.

Camus profundizó en lo que muchos no lo habían hecho. La mayoría de veces pensamos que los escritores son simples inventores que nos ofrecen visiones del mundo a través de palabras rigurosamente escogidas para causar un efecto intencional en el lector. Por otro lado, la condición de artista no se limita a inventar: trasciende esta etapa y alcanza la sublime tarea de crear; con sus manos, con su mente, con su cuerpo, con su sentimiento y con su dolor. Los escritores como Camus caben perfectamente en esa definición. Y muchos otros también. El escritor también trasciende la invención; su tarea consiste en crear personajes, situaciones, ambientes, en fin, una incontable cantidad de ítems de los que puede o no disponer para, ahora sí, causar un efecto intencional en el lector.

Entonces viene a nosotros la teoría del iceberg del escritor estadounidense Ernest Hemingway. Según los estudiosos en la materia, el inmenso sólido que se observa de un iceberg en la superficie marítima es sólo la novena parte del cuerpo total del mismo. Según Hemingway, una narración se puede ver de la misma manera; el trabajo realizado por el autor excede los límites del trabajo final y, por pequeña que sea la historia, esconde más de lo que muestra en sus líneas.

Un ejemplo de escritor que lleva a cabalidad ese principio es el de John Tolkien. Cada uno de sus tres mágicos tomos de El señor de los anillos es todo un mundo enfocado en una historia particular que va impregnada de la filosofía creadora del autor. Es cierto que, en ciertas ocasiones, dicha filosofía sólo se devela al lector en varias obras del mismo autor. Pero entonces hay que recordar que no interesa tanto la filosofía del mismo; más bien su creación, que, si está bien concebida, se sostiene por sí misma.

Hemingway y Tolkien se complementan en esa teoría -no hay que olvidar El viejo y el mar, por ejemplo-: en sus novelas muestran solo una parte de todo lo que se ha concebido, o mejor, conciben más del que muestran en sus novelas; en segundo lugar, en cuanto más de lo concebido muestren -bien mostrado- mucho mejor. Sino pregúntele a Frodo y sus seguidores.

La condición artística del escritor queda clara. Por medio de sus obras enseñan al público universos, culturas, lenguajes y hasta geografía, entre otros, que jamás habrían sido pensadas de no ser por ellos. Todo esto demuestra un enunciado imperativo de la condición humana: la excitación se filtra en las mentes humanas al conocer diversas culturas, reales o no, que entre más complejas o fantásticas, mucho mejor.